Antes que la lujuria conocí la soberbia. A los diez años ya me sentía solo y único llamado a guiar.
Mi salud no correspondía a mis ambiciones; me hallaba condenado a las cucharadas de hígado de bacalao. Ciertas recaídas febriles nos recordaban que el paludismo infantil no se había extinguido. Con frecuencia padecía jaquecas. Era esta una afección familiar: la padecía mi madre, la padecían mis hermanas. Las atribuíamos a debilidad; para curarlas nos daban ración doble y el dolor nos volvía locos. Nunca hacía cama ni faltaba a la escuela, pero rara vez me sentía con vigor pleno. Sin embargo, la enfermedad no nos preocupaba.
-Domínala, olvídala— aconsejaba mi madre.
Mi pasión de viajero por el mundo del conocimiento no conocía preferencias. Imaginaba misterios mágicos en la tabla de Pitágoras. Las lecciones orales de geografía con mapas de ríos, de montañas y relatos etnográficos equivalían a la más amena literatura. Libertad de imaginación y disciplina para estimar sus resultados, precisión y aseo en la faena; todo esto exigía la humilde escuela texana de los remotos años del noventa y cuatro.
El afán de protegerme contra la absorción de la cultura extraña acentuó en mis padres el propósito de familiarizarme con las cosas de mi nación; obras extensas como el México a través de los siglos y la geografía y los Atlas de García Cubas estuvieron en mis manos desde pequeño. Ninguno de los aspectos de lo mexicano falta en esta segunda obra admirable. Ninguna editorial española produjo nada comparable al García Cubas, hoy agotado. El Atlas histórico es, además, una joya de litografía a colores, la cadena de Misiones que llegaron hasta el Norte. Las tribus indígenas, sus trabajos y sus fiestas. El mapa y monumentos de la Colonia, desde el Santo Domingo de Oaxaca hasta las catedrales de Durango y Chihuahua.